27 noviembre, 2024 MIÉRCOLES DE LA SEMANA XXXIV DEL TIEMPO ORDINARIO / CICLO B
Una decisión –perseverar− que solo es posible y evangélica cuando se vive desde la conciencia de la presencia de Dios con nosotros, dándonos la fuerza, el consuelo y el sentido para permanecer.
Evangelio de hoy
Lucas 21,12-19
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio.
Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».
Reflexión del Evangelio de hoy
Grandes y admirables son tus obras
Terminando el año litúrgico, la Palabra del Dios nos invita a la alabanza y la acción de gracias. Han pasado doce meses y es posible que apenas nada de lo que imaginamos que iba a ser este año se haya cumplido. Que los proyectos que teníamos y las expectativas sobre Dios se hayan visto frustradas, en mayor o menor medida. Pero sería muy injusto, además de triste, terminar este Ciclo sin unirnos a la admiración por las obras de Dios en nuestras vidas. ¿De verdad no somos capaces de identificar nada bueno que el Señor haya obrado durante este año en nosotros y con nosotros? Paremos un momento y hagamos memoria agradecida. Sin duda estará marcada con el signo de la cruz, pero de eso se trata precisamente. Mirar con los ojos de Dios nuestra historia y los acontecimientos, y descubrir trenzada entre los hilos oscuros de nuestra existencia, la Providencia amorosa de Dios sosteniendo nuestras personas.
Grandes y admirables han sido tus obras, Señor, y quizá por eso no las he entendido, porque me sobrepasan. Justos y verdaderos han sido tus caminos, a pesar de mis continuos engaños. Hoy me postro ante ti, porque tú eres el único santo –aunque yo me creía que era perfecto y podía con todo−. Tu Providencia ha quedado manifiesta, incluso en medio de las oscuridades que todavía me rodean y me quieren hacer perder la esperanza.
Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas
Jesús es realista. No ignora las dificultades ni intenta ocultar el fracaso y la muerte en que en ocasiones nos encierra el seguimiento de Cristo. Tampoco promete que a partir de ahora será más fácil, ni nos vende un mañana mejor. Exhorta a la perseverancia sin dar demasiadas explicaciones. Porque hay momentos en la vida de fe en los que se trata de permanecer. Esperar en Dios, con la humildad del amigo que confía, y la fidelidad del que no se ha guardado un plan b, por si esto no funcionaba. Puede que nos estemos preguntando si tiene sentido seguir intentándolo un año más, pero, como los discípulos, sin entender demasiado, ¿A dónde vamos a acudir?
Una actitud –la perseverancia− que solo es posible desde el agradecimiento y la alabanza a los que nos invitaba la primera lectura. Nuestra memoria retiene sus beneficios y nuestra fe confía en que llegará un día en que su Amor –ahora velado por el dolor− quedará al descubierto también en este presente desconcertante. Hoy podemos permanecer si conservamos y nos agarramos al el recuerdo y la experiencia del paso de Dios por nuestras vidas.
Una decisión –perseverar− que solo es posible y evangélica cuando se vive desde la conciencia de la presencia de Dios con nosotros, dándonos la fuerza, el consuelo y el sentido para permanecer. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio, y el primer ejemplo, como siempre, lo encontramos en él. Verdaderamente este era Hijo de Dios, exclama el soldado pagano ante aquel que no había desertado del suplicio; y este es el primer fruto de la negativa de Jesús a bajarse de la Cruz. El centurión no vio en aquel condenado a muerte una actitud masoquista o cabezota, sino una perseverancia en el amor y el perdón que solo podía ser de Dios.
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