27 marzo, 2024 REFLEXIÓN – ACTUALIDAD
Nació el 1 de marzo de 1768 en Coussay-le-Bois, un pequeño pueblo de Francia, cercano a la ciudad de Poitiers. Sus padres fueron labradores. De ellos recibe una educación de inspiración cristiana. La completa en el trato con un tío sacerdote, que trabajaba pastoralmente en un pueblo próximo. Le preparó para la primera comunión y con él pasaba tiempos de vacaciones en sus primeros años de estudios.
De 1781 al verano de 1785 hace lo que podríamos llamar los estudios secundarios en Chatelleraut. Con 17 años ingresa en la Universidad de Poitiers, una ciudad entonces de unos 30.000 habitantes.
En 1789 (año del comienzo de la Revolución francesa) entra en el Seminario para prepararse a las órdenes. Allí va a permanecer sólo dos años, ya que los que lo dirigen, los lazaristas, lo abandonan en agosto de 1791 al rehusar el juramento constitucional. Así se completan seis años (de los 17 a los 23) de vida universitaria y de semi-nario en Poitiers, ricos en experiencias, en crecimiento personal, en relaciones y amistades.
No deja de llamar la atención el momento en que el Buen Padre entra en el seminario: justamente cuando se avecinan los peores tiempos para la Iglesia, cuando comienza la Revolución, que enseguida tendría amplia derivación religiosa.En 1790 se ordena subdiácono y predica por primera vez en su pueblo, Coussay-le-Bois. En diciembre, se ordenará de diácono. Es el año en que la Asamblea Constituyente vota y aprueba la Constitución civil del clero; hay que jurarla, o exponerse al destierro.
Ya de diácono ayuda al párroco de su pueblo a difundir los documentos del Papa. Ambos son denunciados, y tiene que huir a un pueblo cercano. En realidad, la situación es tal que los estudios (ha completado ya hasta cuarto de Teología) van a interrumpirse para el Buen Padre.
En el verano de 1791, se pone en contacto con los Vicarios dejados por el Obispo legítimo de Poitiers. Desde el conocimiento que tienen de él, le dan un documento autorizándole a hacerse ordenar sacerdote por cualquier obispo en comunión con el Papa. Coudrin, con plena conciencia de la situación que está viviendo la Iglesia en Francia y concretamente en Poitiers, decide su ordenación sacerdotal.
Viaja a París, donde tiene noticia de que hay un obispo oculto en el Seminario de los irlandeses. Recibe el orden sacerdotal, de manera secreta, el 4 de marzo de 1792.
Inmediatamente vuelve a Coussay. El 3 de abril asiste como testigo al matrimonio de su hermano, y firma: «Pedro Coudrin, sacerdote». El 8 de abril, día de Pascua, es su primera misa en su pueblo natal. Al final, por encargo del alcalde, debe anunciar que próximamente tomará posesión, el nuevo párroco constitucional. El Buen Padre lo anuncia, pero con un comentario desafiante para la autoridad civil. Consecuencia: él y el párroco legítimo tienen que huir del pueblo ese mismo día para ponerse a salvo.Así entramos en un período en que el curso de los acontecimientos impone al Buen Padre el entrar en la clandestinidad. Una situación que va a durar en cierta medida varios años, pero que no va a impedir una actividad apostólica intensa. Es donde va a apreciarse la audacia, el riesgo y la confianza plena en la Providencia como rasgos notables de la personalidad del Buen Padre.
Esta situación de retiro obligado le lleva a la granja del castillo de la Motte d´Usseau, un pueblo cercano, en el que el granjero es un primo suyo, y los propietarios del castillo, unos conocidos.
Al principio, se dejaba ver por el pueblo. Por razones de seguridad, una noche salen a caballo él y su primo, fingiendo que se van; luego, aprovechando la oscuridad, vuelven sin ser vistos.
El Buen Padre inicia así, en el granero de la granja, un retiro que va a durar cinco meses. Cinco meses de honda experiencia de Dios en la oración, de larga reflexión al hilo de la lectura de la historia de la Iglesia y las noticias parciales que a través de su primo le van llegando de cómo discurren los acontecimientos revolucionarios. Estamos en 1792.
Su espíritu en este tiempo se mantiene sereno. La vida de fe ocupa la totalidad de su existencia. En este contexto, cuando ya lleva varios meses encerrado, tiene lugar la llamada «visión» donde por primera vez toma conciencia de que el futuro le depara el papel de poner en marcha una nueva comunidad de misioneros, hombres y mujeres. Lo describió así:
«Un día, vuelto a mi granero, después de haber dicho la misa, me arrodillé Junto al corporal en que yo creía tener siempre el Santísimo Sacramento. Vi entonces lo que somos ahora. Me pareció que estábamos varios reunidos; formábamos un grupo grande de misioneros que debía llevar el Evangelio a todas partes. Mientras pensaba, pues, en esta sociedad de misioneros, me vino también la idea de una sociedad de mujeres (…) Yo me decía (…), habrá una sociedad de mujeres piadosas que cuidarán de nuestros asuntos mientras nosotros estemos en misión (…)». Es una idea que aparece en el Buen Padre como de golpe, en un momento de oración: como un designio de Dios sobre su persona. Tiene sólo 24 años entonces. Será algo que modificará notablemente los horizontes de su vida. De temperamento marcadamente activo, va a nacer en él una gran impaciencia por actuar, a pesar de las circunstancias adversas.
El 20 de octubre decide salir. Mientras lee lo que le ocurrió a San Caprasio en tiempo de las persecuciones, que estando escondido ve cómo confiesa su fe en el martirio una joven muchacha y se decide a salir, así el P. Coudrin, al pie de una encina entrega a Dios su vida y se dispone a abordar cualquier peligro, hasta la muerte, para ponerse al servicio de la obra de Dios: «Cuando salí – refiere siempre él mismo – me prosterné al pie de una encina que había no lejos de la casa, y entregué mi vida. Porque me había hecho sacerdote con la intención de sufrirlo todo, de sacrificarme por Dios y morir si fuera necesario por su servicio. Sin embargo, tenía un cierto presentimiento de que me salvaría». Camina hacia Poitiers, por senderos poco frecuentados. Llega a ponerse en contactos con sacerdotes no juramentados y con las autoridades diocesanas legitimas. Va conociendo con más realismo la situación religiosa de Poitiers en ese momento, cada vez más difícil y peligrosa para quienes como el Buen Padre quieren, a pesar de todo, ejercer el ministerio clandestino. Pero él no se acobarda, no se detiene en su actividad. Pocos hubo con la audacia de él, en la brecha de los sitios e iniciativas más arriesgadas. En la primavera de 1793 es cuando hay que situar el conocido episodio del Hospital de los Incurables. Allí es sorprendido en una inspección que hacen los revolucionarios, y escapa sustituyendo a un vagabundo sin nombre, apodado «Marche-a-terre» (andatierra), cuyo cadáver ha sido retirado un poco antes. El P. Juan Vicente González ss.cc. hace este retrato de esta época: «Las aventuras de Marche-a-terre durante el Terror son las de un héroe de la resistencia religiosa al cisma y a la transformación de la Iglesia en un mero rodaje del Estado. Se pone al servicio incondicional de los fieles ortodoxos, en esos momentos escandalizados por las defecciones del clero, y al servicio de las autoridades diocesanas de la Iglesia clandestina, que tenían una misión tan difícil de cumplir. Está siempre disponible para consolar a los moribundos y a los prisioneros, para predicar, para confesar. Dirige poco menos de mil personas en la ciudad, y confiesa a casi todos los sacerdotes».
Y en medio de toda esta actividad, intensa y arriesgada, no se olvida de su destino de fundador de una comunidad, intuido en el retiro de la Motte. Da los primeros pasos de esa fundación.
Justamente en ese 1793 podría decirse que comenzó a existir la Congregación de los SS.CC., en cierto sentido. En efecto, el campo de la dirección espiritual y la confesión, le ofreció la posibilidad de contactar con jóvenes de ambos sexos a los que el Espíritu llamaba a una entrega total. El Buen Padre se preocupó de cultivar y animar a una generosa respuesta a esa llamada.
En abril de 1794, al refugiarse en casa de una de las dirigidas, toma contacto con el lugar donde se reúne un grupo, la llamada entonces Asociación del Sagrado Corazón. Poco después, él mismo con otros sacerdotes creará la Sociedad del Sagrado Corazón de sacerdotes.
Uno y otro grupo no se inscriben en el origen directo de la «nueva comunidad», pero algo tienen que ver con su origen.
En 1795 va a tomar contacto con la Asociación del SC una joven de 27 años, Enriqueta Aymer. Había brillado años anteriores en los ambientes frívolos de la ciudad. Con la Revolución, ella y su madre son encarceladas por ocultar en su casa a sacerdotes refractarios. Once meses de cárcel, de la que saldrá viendo la vida con una luz diferente. Allí tuvo lugar lo que llamará «su conversión». Busca un guía y lo va a encontrar en el Buen Padre, a quien tomó como confesor.
Aceptada, no sin dificultades al principio, en la Asociación, va a darse pronto una polarización en torno a su persona de parte de algunas del grupo, debido a su personalidad y a su rico mundo interior.
El Buen Padre dirige a muchas de las componentes que forman ese grupo al interior de la Asociación que se llamó de las solitarias. Cuando queda algo más libre de sus cargos pastorales, al ser la situación menos dura para la Iglesia tras la muerte de Robespierre, el Buen Padre incrementa el tiempo dedicado a hacer progresar el proyecto que se está gestando de una nueva comunidad.
Por marzo de este año tiene lugar una conversación entre el P. Coudrin y Enriqueta Aymer donde parece formularse por primera vez la decisión práctica de fundar, la resolución de comprar una casa y el comienzo de un tipo de vida religiosa a partir del grupo de las Solitarias. En agosto el grupo de las solitarias hace «resoluciones» en ese sentido y se viste el hábito. Ahí se encierra ya todo lo que se desarrollará más tarde.
Paralelamente, el P. Coudrin se preocupaba de formar la rama masculina, después de unos primeros tanteos sin éxito. Llevaba dos jóvenes consigo en sus tareas apostólicas y colaboraban con él; así les iba formando.
En 1799 el Buen Padre y la Buena Madre deciden acelerar los tiempos de su independencia y libertad para manejarse como un grupo reconocido por la Iglesia. En junio obtienen una aprobación diocesana provisional.
En octubre de 1800 hace los primeros votos la Buena Madre con cuatro compañeras más. En Nochebuena del 1800 hace los primeros votos el Buen Padre junto con los perpetuos de la Buena Madre. Es la fecha que suele considerarse como de nacimiento de la Congregación. El Buen Padre será el Superior de la nueva Comunidad.
La Congregación va a seguir en la más rigurosa clandestinidad durante el período de la dominación napoleónica. Hasta l8l7 no se recibirá la aprobación de Roma. Ello no impedirá sin embargo su desarrollo y crecimiento en miembros y en expansión geográfica. La confianza de los Obispos (Mende, Cahors, Seez) va a facilitar diversas fundaciones de hermanos y hermanas. El Buen Padre ejerce de Vicario General en varias diócesis sucesivamente. Los hermanos son encargados de la dirección y enseñanza en seminarios, se ponen en marcha escuelas que serán las que surten de vocaciones. Con todo, son tiempos de continuos altibajos político-religiosos, a nivel del conjunto de Francia y en los lugares concretos en donde la nueva comunidad y el Buen Padre se hacen presentes.
Las propias dificultades que experimentan las relaciones de la Congregación con las autoridades de la Iglesia (por ejemplo, en París) van a llevar a desarrollar otros ministerios como las misiones populares, y -cuando la labor educativa se hace más difícil por las trabas legislativas- a aceptar el trabajar en las misiones más lejanas. Al mismo tiempo, y tras la aprobación de la Congregación por Roma, el Buen Padre atiende a las tareas de completar la institucionalización de la nueva comunidad: Los capítulos generales de 1819 y 1824 para completar las Constituciones. Así, en lo que resta de la vida del Buen Padre, tiene lugar el máximo crecimiento numérico y la mayor expansión geográfica. Especialmente notable es el número y calidad de aquellos que son destinados a las misiones extranjeras, sobre todo de algunos archipiélagos de Oceanía (Hawai, Gambier).
«Fidelidad del Espíritu para trazar el rumbo de la Iglesia«
El cardenal Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia ofreció esta mañana su quinta y última meditación de Cuaresma.
En una nave no es necesario que «todos los pasajeros estén pegados con las orejas a la radio del barco, para recibir señales sobre el rumbo, los posibles icebergs y las condiciones meteorológicas»; pero sí es «indispensable para los responsables a bordo».
Partiendo de esta elocuente imagen, el cardenal Raniero Cantalamessa – en el transcurso de la quinta y última predicación de Cuaresma que tuvo lugar esta mañana en el Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano ante la presencia del Papa Francisco – recordó la necesidad de «mantener el oído atento» a las «sugerencias» del Espíritu Santo: un deber «importante para todo cristiano», pero «vital para quienes tienen tareas de gobierno en la Iglesia». Sólo así, de hecho, se permite que «el mismo Espíritu de Cristo guíe a su Iglesia a través de sus representantes humanos».
En el itinerario elegido para el tema de las meditaciones sobre el descubrimiento de quién es Jesús a través del Evangelio de Juan, el cardenal dedicó esta última etapa a reflexionar sobre lo que suele denominarse los «discursos de despedida» a los apóstoles. En particular, recordó el capítulo 14 del Evangelio de Juan (3-6), que contiene las palabras que «sólo una persona en el mundo pudo pronunciar y pronunció», a saber: «Yo soy el camino, la verdad y la vida».
Deteniéndose en esta última imagen – después de haber dedicado sus predicaciones anteriores a una reflexión sobre Cristo «vida» y «verdad» – el cardenal Cantalamessa observó que «Jesús sigue diciendo a los que encuentra» lo que decía a los apóstoles y a los que encontraba durante su vida terrena:
«Vengan en pos de mí», o en singular «¡Sígueme!». El seguimiento de Cristo – explicó – «es un tema sin límites». Y sobre él escribió «el libro más amado y leído de la Iglesia, después de la Biblia, a saber, ‘La imitación de Cristo’».
Al fin y al cabo, seguir a Jesús es casi «sinónimo de creer en Él». Creer, en efecto, «es una actitud de la mente y de la voluntad». Pero la imagen del «camino» pone de relieve «un aspecto importante del creer, que es el «caminar», es decir, el dinamismo que debe caracterizar la vida del cristiano y la repercusión que la fe debe tener en la conducta de la vida».
El cardenal Cantalamessa profundizó en lo que caracteriza el seguimiento de Cristo y lo distingue de cualquier otro tipo de seguimiento, señalando en primer lugar que de un artista, un filósofo, un hombre de letras, se dice que «se formó en la escuela de tal o cual maestro de renombre».
Pero entre este seguimiento y en el de Cristo, dijo, «hay una diferencia esencial». Para todos los cristianos, esa palabra significa algo «más radical»: el Evangelio «nos fue dado por Jesús terrenal, pero la capacidad de observarlo y ponerlo en práctica sólo nos viene de Cristo resucitado, por medio de su Espíritu».
Si Jesús es «el camino», observó el purpurado, «el Espíritu Santo es el guía». Y de entre las diversas funciones que Jesús atribuye al Paráclito «en su obra en favor nuestro», el cardenal se detuvo en particular en la de «apuntador».
La referencia es a las «inspiraciones del Espíritu» – las llamadas «buenas inspiraciones» – siguiendo las cuales se encuentra «el camino más corto y seguro hacia la santidad». De hecho, subrayó el predicador, «no sabemos al principio cuál es la santidad que Dios quiere de cada uno de nosotros; sólo Dios la conoce y nos la va revelando a medida que avanza el camino».
Por tanto, «el hombre no puede limitarse a seguir las reglas generales que se aplican a todos; debe comprender también lo que Dios le pide a él, y sólo a él». Y esto, aseguró el cardenal, «se descubre a través de los acontecimientos de la vida, de la palabra de la Escritura, de la guía del director espiritual».
Pero los medios principales y ordinarios siguen siendo «las inspiraciones de la gracia». Éstas son – explicó – «impulsos interiores del Espíritu en lo más profundo del corazón, a través de los cuales Dios no sólo da a conocer lo que desea de nosotros, sino que también da la fuerza necesaria, y a menudo incluso la alegría, para realizarlo, si la persona lo consiente».
Cuando se trata de «decisiones importantes para uno mismo o para los demás, la inspiración debe ser sometida y confirmada por la autoridad, o por el padre espiritual». En efecto, señaló el cardenal Cantalamessa, «uno se expone al peligro si confía únicamente en su propia inspiración personal».
El cardenal se refirió también a la experiencia actual de los movimientos pentecostales y carismáticos, a la luz de los cuales este carisma parece consistir en la capacidad de la asamblea, o de algunos en ella, «de reaccionar activamente a una palabra profética, a una cita bíblica o a una oración».
De este modo, «la profecía verdadera y la falsa llegan a ser juzgadas «por los frutos» que producen, o no producen, como recomendaba Jesús». Este sentido original del discernimiento de los espíritus, señaló el predicador, «podría ser de gran actualidad aún hoy en debates y encuentros, como los que estamos empezando a vivir en el diálogo sinodal».
En el ámbito moral, el cardenal Cantalamessa señaló «un criterio fundamental» de discernimiento que «viene dado por la coherencia del Espíritu de Dios consigo mismo».
Para concluir, haciendo hincapié en la tarea «vital» de acoger las inspiraciones del Espíritu para quienes tienen un «papel de gobierno en la Iglesia», el predicador se refirió al Papa Roncalli y al Concilio Vaticano II.
«Fue precisamente de una inspiración divina, valientemente acogida por el Papa San Juan XXIII», de donde brotó el gran acontecimiento conciliar, dijo. Y del mismo modo, «después de él nacieron otros gestos proféticos, de los que – agregó el predicador – se darán cuenta los que vendrán después de nosotros».
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